La atención a la dependencia

14.11.2011 09:46

RICARDO GAYOL GARCÍA | ABOGADO

Las secuencias que en los diferentes debates electorales se refieren a las políticas sociales casi nunca pasan de mencionar: educación, sanidad y pensiones como referentes del Estado social que hay que mantener. Una vez más, los servicios sociales como cuarta pata del Estado de bienestar son la hermana pobre de los sistemas de proteccción social y esto es injusto, pues sin ellos no cuadra la concepción del Estado social de derecho que nuestra Constitución avala.
La promoción de la autonomía personal y la atención a personas en situación de dependencia como enuncia la ley más emblemática desde la óptica de los derechos sociales, promulgada en la etapa Zapatero, ha puesto en marcha, por un lado, un subsistema fundamental en la atención social de nuestro tiempo en España; el Sistema de Autonomía y Atención a la Dependencia (SAAD) y, por otro, ha impactado de forma descomunal en el equilibrio del sistema público de servicios sociales, en razón del volumen y transcendencia de sus prestaciones y de los colectivos altamente sensibles a los que se dirige.
Todo ello ha propiciado que se invada un sistema poco consolidado con un cúmulo de obligaciones nuevas sin enmarcar y racionalizar los distintos instrumentos de intervención social que resultan imprescindibles para que las nuevas atenciones se canalicen adecuadamente y enriquezcan la capacidad del sistema en lugar de cortocircuitarlo sin alternativas de respuesta.
Además de este déficit de ordenación y planificación, la nueva Ley 39/2006, apoyada por un amplio margen de votos en su tramitación parlamentaria, carecía de un mecanismo de financiación sólido y, considerando que su ejecución básica correspondería a las comunidades autónomas, no era difícil prever serias disfunciones en su desarrollo. Cuando aparece la crisis económica en el horizonte, ya la aplicación de la ley empezaba a denotar las primeras vías de agua en su andadura: la lentitud de las valoraciones y percepción de las concesiones, las acusaciones de incumplimientos de gestión o de financiación, la deriva economicista de las prestaciones, la privatización de los servicios, etcétera, tanto que hubiera sido lógico plantearse una modificación del texto legal.
La crisis puede influir en multitud de decisiones socio-políticas y económicas; sin embargo, la calidad de vida básica de aquellas capas de la población en estado de necesidad grave no puede ser moneda de cambio de ninguna política democrática.
Un Estado incapaz de atender a sus ciudadanos más sensibles significaría el fracaso más rotundo de la convivencia y de la justicia social. La democracia no se puede permitir esa quiebra de valores. Sería volver al régimen absolutista, ahora de los mercados.